Lencho vivía en el centro desde hacía varios años. Su casa, al menos durante los últimos meses, se encontraba cerca de la avenida Elena. Dormía entre las bolsas de basura que la gente había dejado en la acera, formando una especie de vertedero hechizo. Lencho había cavado un tunel entre los deshechos putrefactos y las cucarachas, y al final del tunel encontraba su propio espacio maloliente. Las ratas lo habían dejado de molestar, seguramente no encontraban ya que comer entre las bolsas y verduras podridas. En ese espacio repugnante dormía Lencho, tan acostumbrado al olor que ya ni lo sentía. Por las tardes, Lencho iba en búsqueda de comida. Generalmente se dirigía a la sexta avenida, con los ojos pelados buscando un pedazo de pan, un poco de mango con pepitoria que se cayera de la carreta de la señora, una bolsa de sabritas que el vendedor de zapatos dejara descuidada. Casi siempre conseguía algo, y huía por algún callejón para comérselo en paz. A veces lo seguían sus compañeros carroñeros y se peleaban con él por algunos bocados. Lencho era ciego de un ojo por un arañazo recibido en una de esas peleas callejeras. Así pasaba sus tardes Lencho, paseándose entre los vendedores de DVD piratas y camisas de contrabando. La gente no lo quería mucho, y generalmente lo pateaban o insultaban. Lencho había aprendido a ignorarlo, pues al enojarse solo saldría morongueado, o muerto. Una vez la señora del puesto de películas porno le había roto una costilla a escobazos porque lo encontró robándose una manzana. Lencho le tenía pánico a la señora, y evitaba siempre ese lado de la calle.
Un miércoles, Lencho no encontró nada que comer, y se quedó sentado en la entrada de Campero, tratando de llenarse con el delicioso olor de pollo frito en aceite rancio. Lenchó esperó que los vendedores recogieran sus puestos y se fueran a sus casas. La sexta quedaba desolada a esas horas, desperdicios y bolsas de plástico correteando con el viento entre los esqueletos de los puestos de venta. Lencho pasó horas buscando ente la inmundicie, pero no encontró nada comestible más que medio limón, ya exprimido. Derrotado, decidió regresar a su casa. Cruzó la calle sin ver.
El frenazo no fue suficiente para evitar atropellarlo. Se oyó un grito, y que cuerpo de Lencho se desparramó a la mitad de la avenida. Las luces del carro iluminaban el cuerpo tendido, inmóvil. El conductor se bajó a toda prisa y vio la sangre de Lencho regada en el asfalto y el bumper de su carro. Lenchó tenía la lengua de fuera, y cerraba lentamente los ojos. El rabo dejó de moverse, y el conductor se subió a su carro y se fue.
Pobre chucho, pensaba.
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