jueves, 19 de agosto de 2010

EL AJETREO RUMBO A LA UNIVERSIDAD

Por: Andrea Martínez.


El estrepitoso sonido de mi alarma comienza a dar de alaridos desde las 4:30 AM, entre mi inconciencia, la lucha comienza en contra de las envolventes colchas. Cuando la suerte me acompaña y venzo a los parpados adormecidos, me siento en la orilla de la cama, para luego dirigirme directamente al baño y entre bostezos tomó el cepillo y lo introduzco en mi boca, me enjuago, y aún soñolienta me coloco un pans, tenis y voy en busca de la bicicleta. El cielo aún esta oscuro, la neblina se deja sentir. Emprendo el recorrido hacía la quema de calorías…

Trascurridos 60 minutos, retorno a tomar una ducha, vestime y es aquí en donde realmente comienza el corre, corre. Con cada minuto, resonando el tic, tac del reloj, voy con pisadas fuertes, rumbo a la parada del bus colectivo. Abordo el colorido, y revoltoso cubo, entre la apretazón, y la angustia de llegar a tiempo al primer tramo del camino, con fortuna, alcanzo a hojear unas cuantas páginas de algún libro.

Llegada a mi primera parada, subo el siguiente autobús. En este abordaje corre con menos oportunidad de descubrir nuevas aventuras en la mente de algún escritor. Hay gente hasta en techo del cubo rojo con ruedas. Enciende el motor, y a toda prisa, se avienta en el transitar vehicular. Es increíble, las expresiones faciales de las que se pueden degustar. Algunas sonrisas, otros ademanes de vociferación, muecas aletargadas, y otros más de que no me vean ni la cara.

La aventura, se vuelve a cada instante más intensa, al llegar al obelisco, al nudo de carros que se va enredando, trae a colación el sonido de las bocinas, y claro, no falta el pitar de la autoridad fosforescente. En esta estación, desembocan el 80% de los pasajeros. Quedándonos con un respiro de alivio, poco a poco vamos acomodándonos en los espacios libres. El conductor sigue su marcha. Pasados 5 minutos, llega mi última parada.
Desciendo dos gradas que no trastocan la calle, y comienza otra agitada caminata de aproximadamente 900 segundos. Con zancadas agitadas, adelanto un tramo de 6 cuadras, que desembocan frente a un gran edificio fortificado por unos enormes vidrios templados. Cuando por fin logro atravesar el pavimento, me introduzco en él.

Ahí, sucumbo por 8 horas, atendiendo clientes, llamadas, y cualquier tipo de requerimiento que pueda surgir en la oficina. Cuando el reloj marca las 16:50; sé que es la hora de ir apagando el monitor, y desconectarme de esa agitada rutina. Apresurada, me dirijo hacía la cocina a recoger algunos trastes y llenar el pachón de agua.

Sabida, que el tiempo apremia cada vez más. Me despedido de algunos compañeros, tomó mis cosas y voy rumbo descendiente en los escalones del cuarto nivel al primero. Cuando abro la puerta de salida, veo que ahí esta el número 7 en rojo estampado en el vidrio frontal del trasporte que pasa por mi para luego iniciar otro viaje hacía mi última estación. En este andar, Julio. El chofer, da toda marcha al pedal, para lograr el tiempo establecido del trasbordo de las otras personas que nos acompañan.

A esta hora de la tarde, el tráfico se hace sentir. La pesadez de las calles es notoria. Todos en la lucha por querer llegar a un destino. El cansancio de la jornada se deja sentir sobre mis parpados. Cierro los ojos. Trascurrida media hora. Despierto por los bultos que acolchonan el asfalto de la universidad. Deseando, que ese sillón sobre el que me recuesto se convierta en mi cama, me despabilo y bajo del bus. Nuevamente, me encuentro corriendo hacia un salón y una cátedra que espera por mí.

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